Vivimos la vida como actuación. Cada día
se nos impone con mayor fuerza la cultura de la apariencia, del
qué dirán. Regalamos por cumplir, por no quedar mal, porque todos
lo hacen..., no por agradar. Manejados por la publicidad y las
propagandas, compramos no lo que necesitamos, sino lo que el mercado
necesita que compremos. El mercado crea incesantemente nuevos productos
y la televisión se encarga de convertirlos en necesidades. Hablamos sin
pensar lo que decimos, vivimos rutinas, compramos
propagandas. Decimos que nos divertimos mucho en la fiesta
porque se espera que digamos eso, que nos gustó mucho la película
publicitada que todo el mundo dice que es muy buena, aunque nos hayamos
aburrido soberanamente al verla. Aplaudimos porque todos lo hacen;
sonreimos, sin saber por qué, cuando todos lo hacen. En breve, cada día
son menos las personas que se atreven a vivir, a ser dueños de su
propia vida: la mayoría son vividos por los demás: el televisor, las
costumbres, las modas, el qué dirán...
Tratamos a los demás de acuerdo a su aspecto. Nos sentimos
crecidos cuando podemos ver o dar la mano a un ídolo de la canción, a
un personaje famoso, sin importar si es un soberano egoísta, o un
cretino, esclavo de su imagen y su fama. Por otra parte,
despreciamos y nos alejamos de los pobres, los humildes, a
quienes vemos con frecuencia como amenazas.
Necesitamos una educación que enseñe a ver la realidad, más allá de las apariencias.
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